En las empresas argentinas, el organigrama sigue estando mucho más presente de lo que parece. Puede no estar colgado en un cuadro ni enmarcado en la recepción, pero aparece cada vez que se discute quién decide algo, a quién se reporta un problema o por qué una aprobación tarda más de lo razonable. En ese sentido, sigue siendo una pieza relevante: ayuda a ordenar responsabilidades, a entender la cadena de mando y a darle cierto mapa interno a quienes se incorporan a la organización.
Lo que cambió es la forma de pensarlo. Durante años predominó la idea del organigrama como una pirámide rígida, con muchos niveles y flechas que solo iban hacia arriba. Hoy, cada vez más compañías trabajan con organigramas dinámicos, que se revisan con cierta frecuencia y que intentan reflejar no solo quién ocupa un cargo, sino también cómo se conectan las áreas, dónde están los equipos de proyecto y cuáles son los roles que funcionan como bisagra entre negocio y operación.
Las transformaciones del trabajo empujan este cambio: expansión del trabajo remoto e híbrido, adopción de metodologías ágiles, mayor peso de proyectos transversales, estructuras regionales que conviven con lo local y cambios de estrategia que llegan de un trimestre a otro. En Argentina, donde las empresas suelen reacomodar estructuras al compás de la inflación, las paritarias y los vaivenes del mercado, el organigrama deja de ser “una foto para presentar al estudio contable” y pasa a ser un instrumento para acompañar modelos organizativos más flexibles.
¿Qué entendemos hoy por “organigrama”?
Hablar hoy de organigrama es hablar de una representación práctica de cómo se organiza el trabajo, no solo de quién está por encima de quién. En su versión más actual, el organigrama muestra funciones, relaciones de dependencia, vínculos de colaboración y, en algunos casos, flujos de decisión. Es una mezcla de mapa jerárquico y esquema de funcionamiento del negocio.
Por eso, dejó de ser solo un plano vertical. En muchos casos, una persona tiene un jefe directo, un referente funcional en otra área y participa a la vez de uno o dos proyectos regionales. Si el organigrama sigue mostrando únicamente una línea recta hacia arriba, se pierde información clave sobre cómo circulan las tareas y a quién se le pide qué. Un diseño más moderno busca incorporar al menos parte de esa complejidad, sin volverse ilegible.
Cambio #1: Estructuras más planas y ágiles
En los últimos años se observa una tendencia nítida hacia estructuras más planas. No se trata solo de “achicar mandos medios” por una cuestión de costos, aunque eso también sucede, sino de limitar la cantidad de escalones entre quien ve el problema en el terreno y quien puede tomar una decisión para resolverlo. Cada capa adicional agrega tiempo, ruido y riesgo de malentendidos.
En contextos como el argentino, donde los precios cambian, los proveedores ajustan condiciones y los clientes modifican hábitos con rapidez, los ciclos de aprobación largos se vuelven un lujo. Las estructuras más planas permiten decidir más cerca de la operación, reaccionar mejor a cambios de demanda y corregir desvíos sin esperar semanas una firma. Obviamente, esto requiere marcos claros, pero el objetivo es que la organización no quede atrapada en su propia burocracia.
Los organigramas empiezan a reflejar esta simplificación: menos niveles formales, equipos más visibles, líneas de reporte más directas. El dibujo puede parecer más “bajo” y más ancho, pero no por eso menos ordenado. Detrás de ese esquema, la clave es que se definan con precisión los ámbitos de responsabilidad: qué decide cada rol, qué temas se escalan y cuáles no, y qué circuitos de consulta se recomiendan para evitar conflictos entre áreas.
Cambio #2: Equipos multidisciplinarios y células de trabajo
Otra transformación que impacta directamente en el organigrama es el crecimiento de equipos multidisciplinarios. Cada vez es más habitual armar grupos que combinan perfiles de operaciones, tecnología, finanzas, comercial y RR.HH. para proyectos concretos: rediseñar una experiencia de cliente, implementar un sistema de gestión, abrir un nuevo canal de venta, adaptar la operación a una nueva regulación.
En sectores como tecnología, banca, fintech, retail o servicios, empiezan a aparecer las llamadas células o squads, también en empresas argentinas que antes se definían como “tradicionales”. Estos equipos suelen tener un objetivo acotado, plazos definidos y suficiente autonomía como para ir tomando decisiones tácticas sin volver todo el tiempo a la estructura jerárquica clásica.
Cambio #3: Roles que evolucionan con rapidez
La velocidad con la que cambian los roles es otro motor de cambio. En muy poco tiempo aparecieron funciones ligadas a datos, experiencia de usuario, automatización, ciberseguridad, sustentabilidad o people analytics, entre otras. Al mismo tiempo, puestos tradicionales se redefinieron: ya no existe solo “Sistemas”, por ejemplo, sino producto digital, arquitectura, infraestructura, soporte, etc.
En ese contexto, un organigrama que se actualiza cada tres años resulta casi simbólico. Para que tenga utilidad, necesita reflejar las nuevas funciones que van surgiendo, las fusiones de tareas y las posiciones que pasan a tener un alcance regional o transversal. No se trata de cambiar nombres por moda, sino de mostrar con cierta fidelidad qué rol cumple cada puesto en la cadena de valor del negocio.
El trabajo híbrido también pesa. Hay personas que reportan a jefes en otra provincia o incluso en otro país, equipos que casi nunca se ven presencialmente y proyectos que reúnen talento de distintas unidades. Si el organigrama no da señales de esta dinámica —aunque sea con notas, leyendas o vistas alternativas— se genera una brecha entre la estructura “oficial” y la forma en que la organización realmente funciona.
Cambio #4: Decisiones más distribuidas
Otro cambio relevante es la distribución más amplia de la toma de decisiones. En lugar de concentrar todo en la alta dirección, muchas empresas optan por definir marcos generales y delegar dentro de esos marcos la resolución de cuestiones operativas o tácticas. La idea es que los equipos que están cerca del problema puedan actuar con mayor velocidad y mejor información.
El organigrama, para acompañar este enfoque, tiene que mostrar algo más que cajitas con títulos. Resulta útil diferenciar niveles de decisión, detallar responsabilidades principales y dejar claro qué temas se definen a nivel corporativo y cuáles se resuelven en las unidades. En algunos casos, esto deriva en modelos matriciales, donde conviven jefes jerárquicos y referentes funcionales. Visibilizar esa doble relación ayuda a bajar confusiones sobre “a quién hacerle caso” cuando aparecen prioridades cruzadas.
Cambio #5: Más foco en personas y menos en jerarquías
A medida que el mercado laboral se vuelve más competitivo para ciertos perfiles, el foco del organigrama se va desplazando desde la lógica estrictamente jerárquica hacia una mirada más centrada en las personas y sus capacidades. El interés ya no está solo en quién ocupa una posición, sino en qué tipo de talento se concentra en cada parte de la organización y cómo se conectan esas capacidades entre sí.
Esto se refleja en organigramas que resaltan, por ejemplo, comunidades de práctica, referentes técnicos o figuras clave para el negocio que tal vez no tengan el título más alto, pero sí un peso específico importante. También pueden aparecer proyectos estratégicos con identificación clara de quién los lidera y qué áreas participan, lo que ayuda a dar visibilidad a contribuciones que suelen quedar “por detrás” de la estructura formal.
Este enfoque tiene un vínculo directo con la cultura y la retención. En un entorno donde el talento especializado recibe propuestas con frecuencia, mostrar oportunidades de desarrollo, exposición y participación transversal se vuelve un factor de enganche. Un organigrama que solo refleja rangos y escalones puede desalentar; uno que también muestra proyectos, redes de colaboración y roles de influencia da señales más alineadas con modelos de liderazgo horizontal y trabajo en red.
Beneficios clave de migrar a un organigrama dinámico
Migrar hacia un organigrama más dinámico trae efectos concretos en la gestión diaria. El primero es una mayor claridad sobre procesos y responsabilidades: cada área y cada rol quedan mejor ubicados en el flujo de trabajo, lo que reduce discusión sobre “a quién le corresponde” determinada tarea o decisión. En momentos de tensión —cierres contables, cambios regulatorios, picos de demanda— esta claridad evita pérdidas de tiempo y fricciones innecesarias.
La comunicación interna también se ve favorecida. Tener un organigrama actualizado y fácil de consultar permite que cualquier persona identifique rápidamente a sus interlocutores para temas específicos, sin depender solo de saber “a quién conocer” en la organización. Esto es especialmente útil para quienes se suman recién al equipo o para quienes trabajan de manera remota y no tienen tantos espacios informales para comprender la estructura.
Otro beneficio importante, en un mercado como el argentino, es la capacidad de adaptación. Cambios en la estrategia, reorganización de unidades de negocio, nuevas líneas de producto o ajustes por contexto pueden ser reflejados en el organigrama con cierta rapidez, siempre que exista disciplina para mantenerlo al día. Eso facilita que todos vean el nuevo mapa casi en tiempo real y no solo a través de rumores o comentarios aislados.
Para nuevos ingresos y equipos remotos, un organigrama dinámico funciona como una especie de “GPS organizativo”: permite entender dónde está cada área, quiénes son los referentes, cómo se vincula una posición con otras, y qué espacios de coordinación existen. Esa comprensión temprana reduce tiempos de adaptación y contribuye a una experiencia de incorporación más ordenada.
Desafíos frecuentes al dejar atrás el organigrama tradicional
Abandonar el viejo organigrama tradicional suele traer desafíos. Uno de ellos es la resistencia de quienes ven en el cambio una amenaza a su rol, a su visibilidad o a su margen de decisión. Modificar la forma en que se muestra la estructura muchas veces viene acompañado de cambios reales en cómo se toman decisiones o en qué nivel se resuelven ciertos temas. Por eso, no alcanza con redibujar cajas; es necesario trabajar también sobre los temores y las expectativas.
Otro desafío es sostener la actualización en el tiempo. Un organigrama dinámico pierde valor si solo se corrige una vez por año. Para que sea útil, tiene que acompañar movimientos relevantes: creación o cierre de posiciones, nuevas células, cambios de reporte, fusiones de áreas. Esto demanda procesos internos claros: quién administra el organigrama, qué cambios ameritan actualización, con qué frecuencia se revisa en conjunto con la dirección.
También surge la cuestión de la coherencia entre estructura formal e informal. Toda organización tiene su “organigrama de pasillo”: personas que influyen más de lo que refleja su título, circuitos informales para resolver problemas, grupos de trabajo que se arman por confianza más que por diseño. El objetivo no es eliminar esa red, que muchas veces aporta agilidad, sino evitar que contradiga por completo lo que muestra el esquema formal. Cuanta más distancia existe entre ambos, mayor es la confusión y el potencial de conflicto.
¿Cómo dar los primeros pasos hacia un organigrama dinámico?
Dar los primeros pasos hacia un organigrama más dinámico no requiere, necesariamente, un gran proyecto. El punto de partida suele ser un relevamiento serio de cómo se trabaja hoy: qué áreas existen en la práctica, qué roles están definidos, qué personas integran más de un equipo, cuáles son los principales flujos de información y decisión. A veces surge, en ese análisis, que el organigrama vigente ni siquiera refleja la estructura real.
Luego resulta útil identificar puntos críticos y cuellos jerárquicos. Por ejemplo, jefaturas que concentran demasiadas aprobaciones, áreas que funcionan como “embudo” para cualquier solicitud, o proyectos que dependen de múltiples firmas para avanzar. El objetivo no es culpabilizar a nadie, sino entender dónde el diseño actual está ralentizando el trabajo o generando ruido innecesario.
Con ese diagnóstico, el siguiente paso es diseñar una versión visual simple y adaptable. No se trata de llenar el gráfico de símbolos y colores, sino de lograr que, en pocos segundos, cualquier persona pueda entender la lógica general: qué áreas existen, cómo se conectan, dónde se ubican los equipos transversales y qué niveles jerárquicos se mantienen. En algunos casos conviene trabajar con distintas vistas: una más general para toda la organización y otras más detalladas por unidad o proyecto.
El organigrama, lejos de ser un documento olvidado en una carpeta, puede funcionar como un indicador bastante preciso de cómo una organización entiende su propia forma de operar. Cuando queda congelado en un modelo rígido, se vuelve una formalidad más. Cuando se lo concibe como una herramienta viva, capaz de acompañar cambios en estrategia, cultura y contexto, se convierte en un recurso de gestión.